Sagrada Mercancía fue un verdulería, luego un garaje, ahora es un espacio expositivo que materialmente evidencia la suma de todas las actividades que allí han transcurrido.
Sobre el suelo Alejandro Leonhardt ha puesto diversos trozos de muros que extrajo de sus recorridos por Santiago. Muros graffiteados, pintados por otros, intervenidos en la calle, derrumbados por el tiempo y por el mismo artista.
De pronto, ese lugar concreto con muros verticales y suelo horizontal, aunque inestable, se transforma en un lugar abstracto donde un muro ajeno ocupa el suelo, pero no desplomado y sucio, sino que cuidadosamente puesto allí, midiendo las distancias, los desniveles, los movimientos imprevistos del suelo, y las diferentes vistas. Reforzando la idea de que todo método de construcción es abstracto, y que no por conseguir reconocer los objetos en la instalación, estos se desplazan al reino de lo concreto. Pues la abstracción es una forma de observar.
Al subir la escalera ubicada en el centro del espacio, hasta la mitad, el suelo se ve como un paisaje a punto de desaparecer, y desde algunos otros puntos de vista, podríamos decir que el paisaje desaparece por completo, confundiendo cada uno de los trozos de muro con el concreto del suelo. Es como un trozo de gris sobre fondo gris, a primera vista un total absurdo, a segunda vista una dudosa confusión, sin embargo al comenzar a movernos por el espacio los trozos de muro van poco a poco despegándose del suelo, dejando ver su nueva identidad, confundiéndonos aún más.
A lo largo de la ciudad los grafitis provocan que de pronto un muro totalmente anónimo, una pandereta de calle, se transforme en un soporte pictórico que hace visible la necesidad de estar presente en el mundo mediante una inscripción que temporalmente así lo señala. Luego, trasladado al espacio expositivo, desdobla su condición de muro hacia la de obra de arte. Como una designación doble, dos veces arte, primero en la calle al ser pintado y luego mediante la operación que hace Leonhardt. Todo este movimiento no es más que el sustento de las observaciones cotidianas del artista, que como en obras anteriores, elimina la condición divisoria del objeto en relación al espacio donde fue encontrado. El objeto no está en el espacio sino que es espacio, un espacio local contenedor de dinámicas globales. Un muro que deja de ser un muro para transformarse en objeto escultórico, abandona su función divisiva para generar nuevas relaciones con el lugar y la razón del estar ahí.
Bajo esa idea el artista fuerza a que diversos trozos de concreto rígido y estable, adopten una condición flexible y maleable, curvando y rompiendo el material hasta lograr que se mantenga en pie sin la necesidad de un apoyo externo. Vemos como las cuatro piezas sobre el suelo parecen estirarse las unas hacia las otras, como intentando abrazar y enlazar una imagen fragmentada.
Apoyados en la pared, hay otros dos trozos de muro encontrados en otras latitudes de la ciudad, que reaniman la conversación pictórico-escultórica de la exposición. Leonhardt trabaja sobre la superficie de éstos, eliminando capaz de pintura hasta hacer aparecer diversos graffitis que confluyen en una misma imagen.
En un formato vertical, también con sus respectivos rayados, un panel de madera es cortado y luego ensamblado hasta romper con la rítmica que en él estaba contenida. En uno de sus lados el artista decide dejar la firma del autor del rayado, evidenciando como una vez más rearticula los gestos de otros hasta volverlos propios.
Lo cómico de toda la situación es pensar que las piezas en exposición podrían haber sido hechas por él, sin embargo son obras anónimas, públicas, recortes de la ciudad que se vuelven parte de su repertorio a través de decisiones transformativas y multiplicativas del sentido de lo cotidiano, valga decir, de la inevitabilidad de lo abstracto.
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