“El petróleo es el resultado de alguna colusión oscura y secreta entre rocas, algas y plancton ocurrida hace millones de años atrás. Cuando miramos el petróleo estamos mirando el pasado”
Timothy Morton, Hiperobjetos.
“Si el espacio es infinito estamos en cualquier punto del espacio.
Si el tiempo es infinito estamos en cualquier punto del tiempo“
Jorge Luis Borges, Libro de arena.
En el paisaje de su infancia, Alejandro Leonhardt vio aparecer unos enormes y atractivos volúmenes cónicos, a veces naranjas otras veces azules que, recostados sobre amplias parcelas de tierra de la Región de Los lagos en el sur austral de Chile, contrastaban con el verde de los largos y abundantes pastos, bosques y pastizales. En principio parecían inofensivos, solo un nuevo objeto de fabricación seriada inmiscuido en el lugar. Con el paso de un cierto tiempo, breve y lineal, los volúmenes fueron rápidamente multiplicándose, incluso comenzaron a aparecer en orillas de playas, o apilados en terrenos baldíos, dejando de ser meros objetos abandonados, transformándose en uno de los principales desechos de la entonces recién instalada industria salmonera en la región. Con el paso de otro tiempo, expandido y multidireccional, lo que constituye a esos volúmenes, polipropileno y poliestireno expandido, ambos derivados del petróleo, se convertirán en una nueva capa de los estratos geológicos de la historia de nuestra humanidad.
Las boyas son uno de los elementos centrales para la elaboración de las piscinas que componen las pisciculturas; estos elementos de flotación permiten sostener el peso de miles de salmones en su proceso de cultivo.[1] Chile comenzó en los años 90 la carrera para convertirse en uno de los principales productores de salmón del mundo. El centro de operaciones se concentra desde entonces en la zona sur austral de Chile, principalmente en la región de la Araucanía hasta Tierra del Fuego, con la ciudad de Puerto Montt como núcleo y el mar interior de la Región de Los Lagos y los canales y fiordos de Aysén como principales zonas de producción. El impacto de esta mega industria no es algo posible de medir en nuestro tiempo humano presente, sus residuos afectan a diario a todos los miembros de la cadena trófica marina y su biodiversidad.
Si nos situamos en un punto del tiempo, para elegir un lugar en el espacio, escogemos Santiago de Chile en el año 2021. Treinta boyas en desuso, descubiertas de su primera capa y socavadas parcialmente por agentes marinos, fueron seleccionadas por el artista en una planta de reciclaje cerca de Puerto Montt y trasladadas para ser instaladas en un espacio de exhibición llamado un_espacio, liderado por los artistas Sebastián Preece y Manuel Peralta en el barrio de Independencia. Allí, algunas de ellas permanecieron en el suelo, como recuerdo de las primeras boyas que aparecieron en el paisaje de infancia de Leonhardt. Otras fueron colgadas de las vigas del galpón de más de 530m2, pudiendo ser observadas desde abajo como si estuviésemos inmersos en el mar, como peces, bajo el nivel de flotación. En la mayoría de lo casos el relleno de las boyas, el poliestireno expandido, presenta zonas teñidas en la superficie, debido a la oxidación del fierro estructural conocido como alma, creando una variedad cromática que va del blanco del poliestireno al ocre de la oxidación. Cabe destacar que las boyas seleccionadas fueron retiradas del mar debido a roturas que implicaron el desprendimiento de polietileno y poliestireno expandido, contaminando el mar y las especies que habitan en él. En consecuencia, la instalación resultante es una experiencia inmersiva en un espacio que por momentos parece ser infinito, en tanto la escala humana se vuelve diminuta en medio de estos enormes objetos.
Esta obra de sitio específico realizada por Leonhardt invita a una comprensión de un tiempo en espiral, o más precisamente, de un tiempo estratificado que actúa como huella en una temporalidad más que humana. A lo largo de los dos meses de exhibición ocurrieron encuentros de todo tipo; las boyas recibieron a cientos de personas que recorrieron, rozaron, olieron y tantearon sus contornos, generando desconcierto y una cierta sensación de deslocalización colectiva: ¿qué hacían estas boyas allí, lejos del mar?, ¿cómo habían llegado?. Porque, extrañamente, este sentimiento de apertura que nos daba el entrar a la sala de exhibición, se convertía rápidamente en la extraña sensación de encontrarnos en algún lugar y no reconocerlo, de vivir en un mundo compuesto casi en su totalidad no por nosotros mismos.
Parte del objetivo de Flotación y destrucción fue generar un shock visual obvio: “¡mira, las boyas son así de enormes, están contaminando el mar y el poliestireno permanecerá en la Tierra por miles de años!”. Pero eso fue solo el gancho. Lo que realmente sucedió fue mucho más interesante; algo hizo que fuese más allá de los conceptos prefabricados. De una manera amigable y simple, pero profunda, nos hizo sentir pequeños, diminutos como los peces, una especie más sobre la Tierra, amenazados por nuestras propias tecnologías. En este sentido, constituye la mayor prueba del colapso de la distinción entre naturaleza y no naturaleza. Ese plástico que proviene del petróleo no es ni más ni menos que una fracción de naturaleza transformada en otra cosa, en algo que amenaza con destruir aquello de donde proviene.
A días de que la instalación finalizara y las boyas fueran trasladadas a la planta de reciclaje para transformarse en subproductos, Leonhardt invitó a algunos amigos –Tiare Galaz, Álvaro Solar, Alejandro Palacios y Cristóbal Ortiz– a realizar experimentaciones sonoras en el espacio de exhibición. Durante cerca de una hora sus instrumentos -teclado, guitarra, trompeta, sintetizador modular y voces- improvisaron utilizando el título de la instalación como motivo y estructura. La primera parte correspondía a Flotación, la segunda a Destrucción. Atravesamos por un flujo constante de sonidos que rebotaban en los volúmenes de poliestireno expandido, los que a su vez vibraban, de forma imperceptible se movían, recordando su estancia en el mar. Mientras nosotros, los visitantes, recorríamos flotando como ballenas entre la superficie y las profundidades de un mar sonoro, recibiendo pequeños rayos de sol e imaginando cómo sería la comunicación entre los animales marinos interrumpida por las boyas, entendíamos que escuchar puede ser también un modo de mirar, un mecanismo para generar entendimiento como empatía, capaz de convertirse en un elemento de intersubjetividad humano/animal.
“El futuro surge directamente de los objetos que diseñamos”, dice Timothy Morton, en especial cuando estos objetos provienen de un fósil que lleva miles de años bajo las capas geológicas de la Tierra. “Y una taza de poliestireno”, continúa, “no es solo para el café, es para ser digerida lentamente por las bacterias del suelo durante quinientos años.”[2] Es más fácil lidiar con el infinito, porque como bien dice Borges, si estamos en cualquier punto del espacio, y en cualquier punto del tiempo, ¿quién estará allí para ver la huella geológica de las acciones humanas?, ¿quién hablará el idioma de las ballenas para saber cómo era la vida antes de que continentes de plástico flotantes invadieran su hábitat?. Darnos cuenta de que existen temporalidades diferentes es el comienzo de una conciencia ecológica, es reconocer de forma profunda la existencia de seres con los que convives. Flotación y Destrucción generó un momento en el tiempo, mostrándonos que no solo los humanos tenemos la habilidad mágica de imponer significado y temporalidad a las cosas: las cosas pueden tener un impacto mayor en nosotros porque, como asegura Morton, el arte emite tiempo[3].
[1] Las boyas utilizadas en la industria salmonera pueden pesar entre 150 y 350 kilos y tener una medida promedio de 160 cm de diámetro.
[2] Morton, Timothy B.. Todo arte es ecológico (ideas verdes) (págs. 62-63). Penguin Books Ltd. Edición de Kindle.
[3] Ibíd, (págs. 67-68)