El curador paraguayo Ticio Escobar participó recientemente en el III Encuentro de Museos de Europa e Iberoamérica, organizado a finales de febrero pasado por el Museo Reina Sofía, donde se refirió a los museos y cómo el arte contemporáneo le exige cambios profundos a nuestra idea tradicional de dichas instituciones. Tras su conferencia, titulada El museo contemporáneo: Alternativas, conversamos a profundidad con el también investigador, crítico de arte y ensayista sobre los temas tratados en dicho seminario, tocando a su vez diferentes problemáticas relativas a la producción artística contemporánea, en particular la relación que éste establece con la realidad y lo político.
Escobar introduce a las lecturas del arte contemporáneo hegemónico (occidental) aquellas contribuciones que provienen desde lo periférico, más específicamente lo indígena y artesanal en Latinoamérica, a través de su experiencia en el Museo del Barro, del que es fundador.
“Creo que el carácter contingente del arte lo libera de compromisos trascendentales y lo exime de cierta misión redentora heredada por la Ilustración. El arte no tiene el cometido salvífico de llevar un mensaje de Verdad que haría mejor a la humanidad y cambiaría, para bien, el mundo. Tampoco tiene la posibilidad, ni la pretensión, de aclarar la comprensión de las cosas y definir sus significados. Por eso, no cabe pensar en una política cultural evangelizadora que lleve urbi et orbi las buenas nuevas del arte erudito para iluminar a los no iniciados. Creo que hay muchas formas de arte y que ninguna tiene un privilegio redentor. Es más, creo que hay muchas configuraciones estéticas que no son artísticas y que por ende no están obligadas a asumir el formato del arte para adquirir dignidad cultural o ser investidas de una capacidad reveladora excepcional”.
En esta entrevista, Escobar nos permite reflexionar en torno a los límites y posibilidades actuales del arte, sin perder de vista el componente sensible a través del cual los espectadores entramos en contacto con las obras.
Carolina Castro: En tu conferencia en el Museo Reina Sofía, donde diste una interesante introducción al concepto de “arte” y la pérdida de sus fundamentos metafísicos, y luego cerraste con la cosmología del mundo indígena del Paraguay y la misión del Museo del Barro, te hice una pregunta que me gustaría que profundicemos un poco más: ¿Cómo se trabajan los conceptos del arte contemporáneo en un mundo como el indígena, donde la diferencia entre materia y espíritu no es percibida del mismo modo que en el nuestro (occidental)?
Ticio Escobar: Quizá en muchas culturas indígenas la diferencia entre lo que nosotros llamamos “materia” y “espíritu” exista bajo diversas denominaciones propias y no siempre estables; lo que no existe es una oposición dicotómica, una disyunción de tipo metafísico entre ambos términos, que en las culturas étnicas oscilan, se cruzan, entran en tensión o, incluso, se identifican entre sí. Tales culturas se encuentran exentas de nuestra concepciónhilemorfista que separa u opone fatalmente la materia del espíritu, lo visible de lo invisible, la apariencia de la esencia, etc.
Así, ciertas culturas no occidentales, o simplemente diferentes, no se ordenan a partir de fronteras rígidas trazadas entre zonas antagónicas; ellas marcan límites, pero de manera provisional: límites traspasables. Un ejemplo: en el pensamiento indígena existen obviamente diferencias entre regiones religiosas y civiles, entre el territorio humano y los ámbitos puramente naturales. Pero los chamanes y los seres míticos cruzan esos límites constantemente. Losishir del Gran Chaco Paraguayo tienen una figura mítico-religiosa más compleja que la Santísima Trinidad Católica; aquella deidad es tan rica en sus significaciones que no cabe en una sola categoría. En su versión visible puede serAshnuwerta, que concentra las fuerzas vinculadas con los colores cálidos ‒especialmente el rojo (la sangre, el fuego, la luz)‒, y Ashnuwysta, que condensa los tonos oscuros (básicamente el negro). Esa dualidad, que expresa la oposición rojo/negro, básica en la cultura ishir, no es sin embargo definitiva: la misma figura asume apariencias diferentes según las coyunturas. Pero los colores básicos configuran un eje, vacilante, de oposición, ligado a la mirada. Hay otros. Ashnuwerta, diosa, se desdobla en Arpylá, que es intermitentemente una mujer o un venado. Es decir, acá hay otras fronteras: las que separan lo divino y lo humano, por un lado, y lo humano y lo animal, por otro. Por último, Ashnuwerta, al asumir el modo imagen, digámoslo así, se opone a Hopupora, que es ella misma pero en cuanto sonido. No es que en este caso fuera invisible, sino que no tiene imagen: se resuelve en susurros, gritos y cánticos ajenos a la economía de la mirada. Estos deslizamientos no sólo suponen lógicas distintas, sino esquemas perceptivos propios, estéticas particulares. El reparto de lo sensible, según el término de Rancière, ocurre de manera diferente: la relación entre lo visible y lo invisible, para centrarnos en el tema, se administra según un régimen que no corresponde al occidental y se encuentra, por ello, dispensado de las separaciones fatales de la metafísica que escinden el pensamiento de filiación ilustrada.
Por otra parte, llevando el tema de la relación visible/invisible (o no visible) a los terrenos del arte contemporáneo, regido básicamente por el orden de la mirada, desembocamos ante cuestiones complicadas: ¿cómo imaginar lo invisible, lo inmaterial? ¿Cómo no caer en la pura puesta en imagen de cuestiones que son renuentes a lo visible?
Convocado por estas cuestiones se presenta en primer lugar el tema de la extensión del concepto “imagen”. Por un lado, hay imágenes literarias, poéticas, etc., desvinculadas de la visibilidad; por otro, no hay imágenes puras: éstas se encuentran siempre vinculadas con conceptos (el arte siempre requiere imagen y concepto). En segundo lugar aparece el tema de lo irrepresentable: ¿Cómo imaginar cosas o situaciones que por su desmesura o su silencio extremo se resisten a su puesta en imagen? Esta cuestión se exacerbó con la posición de Adorno (“¿Cómo hacer poesía después de Auschwitz?”) y generó una larga discusión acerca de si puede o no representarse una situación extrema como el Holocausto, que configura justamente un agujero negro en el lenguaje.
A título de ejemplo tomo sólo dos casos planteados en el curso de un debate complejo que tiene muchos actores. Lyotard no desvaloriza el testimonio de lo irrepresentable, pero sostiene que, al rebasar toda capacidad de palabra o imagen, el Holocausto impone un silencio extremo (1). Didi-Huberman sostiene que, aunque nos encontremos ante la demasía de hechos que enmudecen el lenguaje, constituye un deber ético convocar imágenes que puedan, aunque sea de manera parcial e intermitente, denunciar situaciones intolerables. Mediante el flash de la imagen se puede captar por lo menos un indicio o un vestigio de la catástrofe. En esta dirección, Hanna Arendt dice que podemos encontrar instantes de verdad; Benjamin remata: “La imagen auténtica del pasado sólo aparece como un fogonazo” (2). De este modo, justamente una de las tareas centrales del arte contemporáneo es movilizar imágenes capaces de dar pistas de lo real insondable; de iluminar, con la fugacidad de un relámpago, el lugar de la falta; de avistar aquello indispensable que escapa al régimen de lo representable, de lo decible y lo visible.
Así, en relación con la última parte de tu pregunta, las imágenes del arte tienen la posibilidad, si no de conciliar, sí de cruzar figuras incompatibles en términos de disyunción lógica metafísica: materia/espíritu, mostrable/irrepresentable, sujeto/objeto, forma/contenido, arte/no-arte, ausencia/presencia, etc. Por eso las figuras del arte se encuentran siempre en situación de límite entre lo que aparece y lo que se sustrae; entre lo que se muestra en el espacio de la representación y las fuerzas oscuras, potentes, que quedan afuera y empujan desde allí lo que acontece en escena.
C.C.: Desde Auschwitz muchas cosas han cambiado, entre ellas, como tú mismo has dicho, que las posibilidades de representación ya no son las mismas. Al mismo tiempo los límites del arte se han “expandido” y, en el contexto de la pregunta de Adorno, el arte se ha visto enfrentado a la imposibilidad de “lo real”. La cuestión es si frente a esta imposibilidad de representar aquello irrepresentable, ¿es posible que el arte contemporáneo esté confundiendo su cualidad representativa en una lucha desesperada que sabe, ya ha perdido?
T.E.: Asumo que estamos nombrando “lo real” en sentido lacaniano, es decir, como aquello que no puede ser alcanzado por el lenguaje, lo que rebasa el orden simbólico. Esa zona nocturna, inaccesible, seduce al quehacer del arte, movido por el deseo (que busca lo que falta) y obsesionado por lo que está más allá del límite.
Lo real es canto de sirena para la obra de arte que, apostada en el filo de ese límite, en vilo sobre el vacío, extrema sus formas para alcanzar el otro lado, inabordable siempre. Esa tensión crispa las formas, las obliga a hacer acopio de todas sus fuerzas internas para alcanzar su plenitud y complacer a la insaciable mirada. Es una lucha, en verdad, desesperada. Pero lo es en los terrenos del lenguaje. Lacan permite pensar que lo real es inaccesible al símbolo; sin embargo, puede ser vislumbrado por el “flash de la imagen”. Las imágenes no muestran todo: descubren y encubren siempre. Evocan, sugieren o predicen momentos que no pueden ser definitivamente aclarados: sus centelleos permiten divisar bultos inciertos, momentos de un todo sustraído; permiten percibir puntadas de verdad. Entonces, la representación del arte nunca puede ser completa. Esto supone una frustración sin duda, y sin duda marca un momento de pérdida, pero también significa una posibilidad de ensanchar la apertura al mundo, de promover la búsqueda del sentido. Por eso no sé si el arte es la imposibilidad de lo real; sí creo que es la imposibilidad de representar lo real, aunque sus formas guardan siempre la facultad de hacer resonar el retumbo inquietante de lo irrepresentable, de reflejar algún costado de lo que falta. El retorno de lo real (Foster) y su asedio continuo provocan la contingencia de las formas y levantan una amenaza, pero también anuncian, cifrada siempre, una promesa.
C.C.: Sin duda esa promesa, esa revelación inminente, es la que otorga al arte su estatus de valor único. Pero creo que la sensación que existe hoy respecto al arte contemporáneo es más bien de decepción; no estoy segura de que aún queden muchos “fieles creyentes” de esa cualidad “reveladora”, lo que sin duda trae enormes consecuencias para la contingencia del arte, cuyo sistema de representación aparece hoy desprovisto de fundamentos metafísicos….
T.E.: Creo que el carácter contingente del arte lo libera de compromisos trascendentales y lo exime de cierta misión redentora heredada por la Ilustración. El arte no tiene el cometido salvífico de llevar un mensaje de Verdad que haría mejor a la humanidad y cambiaría, para bien, el mundo. Tampoco tiene la posibilidad, ni la pretensión, de aclarar la comprensión de las cosas y definir sus significados. Por eso, no cabe pensar en una política cultural evangelizadora que lleve urbi et orbi las buenas nuevas del arte erudito para iluminar a los no iniciados. Creo que hay muchas formas de arte y que ninguna tiene un privilegio redentor. Es más, creo que hay muchas configuraciones estéticas que no son artísticas y que por ende no están obligadas a asumir el formato del arte para adquirir dignidad cultural o ser investidas de una capacidad reveladora excepcional. Así, por un lado, coexisten muchas formas para reimaginar el mundo e intensificar sus sentidos: sistemas diversos de arte que en algunos casos ni siquiera se definen como artísticos. El arte indígena, el arte popular, modelos alternativos que cruzan la cultura industrializada y se alimentan de sus imágenes impuras. Pero también las formas contiguas, híbridas, marginales, que continuamente cruzan de ida y vuelta los límites del gran arte.
Esta diversidad también debe ser entendida políticamente como litigio de sensibilidades, como enfrentamiento hegemónico/contrahegemónico, como lucha de resistencia de formas condenadas por la dirección única del mercado. Estamos cerca de lo que Rancière llama el reparto de lo sensible: la discordancia que introduce la intrusión de la diferencia; la jugada política por excelencia.
C.C.: Estoy totalmente de acuerdo. De hecho la idea de un reparto de la sensibilidad me hace pensar en que, como dices, hay muchas formas de arte y no necesariamente todas están afectadas por los problemas del arte hegemónico. Estos conceptos que mencionas, principalmente la idea lacaniana de “lo real”, plantea un gran tema en la crisis del arte contemporáneo. Me refiero no tan solo a la lucha por la representación de lo real, sino a la excesiva trasparencia implicada en la obra de arte, en su discurso, en su concepto, en su objetualidad. ¿Se podría hablar de una falta de oscuridad en la obra de arte?
T.E.: Sí. La opacidad insalvable de lo real pone en crisis el sistema de representación que sostiene al arte. Pero aunque se cuestione el régimen representativo, no existe otra manera de montar mecanismos de significación –componentes de la obra‒ que asumir el perverso juego de ausencia/presencia que impone ese régimen. Sin él las cosas estarían plenamente presentes, sin distancia, sin deseo: sin el destello aurático del arte. O bien estarían totalmente ausentes; nos encontraríamos entonces ante una escena apagada, cerrada a cualquier acontecimiento posible: sin obra. La oscilación entre lo que aparece y lo que se sustrae forma parte indispensable del dispositivo de la mirada, del quehacer estético. La omnipotencia logocéntrica del mercado (que propone regresar a la belleza conciliada, sin resto ni falta) trastorna este movimiento indecidible entre la plenitud y la falta. Quiere convertir el enigma en recurso de entretenimiento, en factor de misterio administrado; quiere transformar el acontecimiento en espectáculo. Aclararlo, mostrarlo todo: es la obscenidad de la que habla Baudrillard.
Ante esta situación cabe proponer la custodia del enigma, que no es la nulidad del significado, sino la fuerza que lo intercepta y lo difiere, una y otra vez. Por eso, el enigma remite indefinidamente a otros lugares donde encontrar la verdad oculta. Pero ésta no existe como una esencia secreta escondida tras el doble fondo de la obra: el propio proceso que busca develarla permite vislumbrar otras verdades, desencadenar nuevos procesos de significación. Una vez más, movilizar el deseo.
C.C.: ¿Pero a ti te parece eso posible? Quiero decir, ¿hay lugar para el deseo hoy en el arte, en el mundo?
T.E.: El deseo se activa ante la falta. Cuando todo está dicho exhibido, se diluye la reserva de sentido que incuban los espacios vacíos. Y entonces se detiene la economía del deseo y se enturbia la mirada; la mirada obsesionada por lo que no se muestra. El resorte del arte.
Ante tu pregunta: en el arte no hay un lugar predeterminado para el deseo, ese lugar debe ser construido en cada situación específica. Heidegger dice que el trabajo del artista, el obrar, consiste en abrir un claro en el bosque, unLichtung, disponible para el acontecer. El arte debe abrir nuevos espacios de inscripción en una superficie global sobresaturada de informaciones, de imágenes, de signos ansiosos por mostrar, develar y explicar (3). La puesta en verdad del arte ‒de nuevo cito a Heidegger‒ supone un trabajo de desocultamiento continuo, y eso significa, también, un momento de ocultamiento: no puede revelarse lo que ya está manifiesto. La crítica de Heidegger a la técnica moderna es que ella se basa en la estructura del Gestell; ésta permite exponer totalmente el objeto en escaparates iluminados que eliminan la sombra y el detrás, que aniquilan el silencio de la poíesis.
Por eso el arte lucha por resistir el afán arrollador de la imagen-mercado, que intenta desdoblar sus pliegues, mostrar el otro lado, saciar la mirada. Lacan dice que el arte debe devenir señuelo que atraiga la mirada; cuestión que supone renovar la distancia aurática, incubar faltas en la obra capaces de interpelar la propia que escinde al sujeto. Y a su vez, implica la capacidad de conservar zonas reservadas, cautelarlas del voyerismo de los circuitos del arte regidos por el mercado.
C.C.: Me parece necesario conducir lo que dices hacia el Museo como lugar donde ese Lichtung puede acontecer. Si bien la obra de arte es exhibida en diferentes lugares creo que sin duda es el Museo el que tiene el papel fundamental de mantener el enigma de la obra de arte. Esto no es una labor menor teniendo en cuenta la gran dificultad que vive el Museo actualmente al tener que competir con el consumo de otras formas culturales, lo que complejiza la posibilidad de otorgar a la obra de arte y su significado un lugar fijo.
T.E.: Desde sus orígenes, el museo ha estado obsesionado porque cada obra expuesta sea leída en contexto. Eso está bien: el museo consigna el origen de la pieza, enumera sus funciones y la ubica en encuadre histórico; registra las técnicas de su confección y las huellas de su materialidad y su tiempo, del trabajo que produjo la obra. Pero el museo también debe resguardar lo que venimos llamando el “enigma de la obra”, su intraducibilidad a la lógica instrumental de los catálogos razonados, los epígrafes y los textos de sala. Hay un plus de sentido que no puede ser absorbido por las taxonomías, las investigaciones y las interpretaciones.
Por eso, el museo contemporáneo debe asumir, hasta donde pueda, el indecidible entre la inscripción y el aura. Entre los momentos barthesianos del studium y el punctum. El primero, por una parte, explica y describe la realidad objetiva que condiciona la obra y, por otra, acerca pistas fundamentales para comprender mejor el destino del objeto y su época. El segundo consiste en la puntada que raja el objeto e incuba en él un principio de ausencia. El punctumconfunde los datos objetivos y correctos: promueve que el objeto sea mirado como cosa, como elemento encubridor de una falta. Traza signos de interrogación sobre cada pieza. Obviamente, esa tensión no puede ser resuelta, pero el propio vaivén que produce ilumina tal pieza con luces distintas.
Así, hay un momento de registro e inscripción. Pero también hay un trabajo de aura, que aísla el objeto, lo arranca de su contexto, lo congela y lo presenta a la mirada, como pura forma. La forma es justamente la configuración que adquiere el objeto representado al ser detenido, por un instante, ante la mirada. Después podrá de nuevo mitigar su destello de cosa hermética y recuperar su estatuto de objeto condicionado por situaciones específicas, podrá ser desfetichizado y liberado al flujo de su historia y los conflictos de la política. Sin embargo, yo pienso que el momento puramente formal, en cuanto que enfrentado a la mirada, tiene su propia dimensión política. La mirada política descentra el objeto buscando lo otro de él; apela a su diferencia, a lo que no le pertenece. El artista monta el objeto a contramano de su tiempo y desobedeciendo su destino funcional, pero también el espectador cuestiona su presencia, lo acosa con preguntas que quedan suspendidas sobre su forma y hacen vacilar cualquier verdad establecida. Aquí estamos de nuevo cerca de lo que Rancière considera “político” en el arte: el movimiento capaz de desarreglar el reparto establecido de lo sensible, la asignación de lugares fijos y la estabilidad de los significados.
C.C.: En este sentido el papel del espectador juega un rol fundamental en el lugar de la mirada. Como observadora confieso que a mi me cuesta mucho confiar en el arte contemporáneo, sobretodo de lo que ha sido hecho hoy, y esto responde precisamente a su relación con el entorno inmediato, con un contexto excesivo, que hace que de algún modo su significado, su contenido, su ocultamiento quede develado, puesto en evidencia por el cotidiano. Aquello oculto, que captura la mirada en la obra, que tienta al deseo, es transparentado por un entorno que no da lugar a ese “secreto”. Entonces ¿Cómo puede el Museo conservar la autonomía, guardar ese enigma, esa unicidad de la obra, “su aura”, sin que sea absorbida, confundida, consumida por su entorno?
T.E.: Creo que el tema de la autonomía del museo debe ser considerado en dos escenarios.
El primero se encuentra condicionado por la lógica del mercado. El museo debe negociar con él zonas de autonomía donde cautelar su propio desconcierto. El tema no es fácil y, de hecho, desemboca en la crisis del museo; en una crisis (la crisis) del arte contemporáneo en general. El diseño y la publicidad imponen a nivel mundial las reglas de juego de una estética calculada que busca estimular suavemente la experiencia despertando curiosidad en el espectador, volviendo pintoresco lo diferente; sorprendiendo mediante jugadas imprevistas e ingeniosas, escandalosamente dosificadas a veces. En este contexto, el enigma pasa a ser empleado como pura intriga excitante, estímulo de mayor consumo.
El museo no puede sustraerse sin más a las reglas de los circuitos trasnacionales, regidos por aquellas reglas. Muy a menudo sucumbe ante las presiones de la estética concertada o las consignas de la racionalidad comunicativa. Entonces apela a cierta retórica complaciente que auratiza mínimamente las imágenes para volverlas más interesantes, pero lo hace mientras vigila los alcances de la seducción del objeto y graduando sus oscuridades.
El desafío del museo contemporáneo pasa entonces por la posibilidad de halagar a los públicos masivos y cumplir con los requisitos del marketing sin sacrificar la intensidad reluctante de las obras que alberga ni renegar de sus dimensiones críticas, demandantes siempre de posiciones insumisas a la razón instrumental. El manejo ‒ya que no la solución de este dilema‒ pasa por cada caso en particular y depende de situaciones específicas. Hoy están apareciendo modelos alternativos de museo, generalmente ubicados en la periferia, que tienen mayores posibilidades de disputar cierta autonomía a la dirección marcada por la estética globalizada.
Segundo escenario: el museo no sólo debe negociar con el mercado una zona franca, sustraída al puro imperio de la mercancía; también debe regular el conflicto autonomía/heteronomía, propio del arte. Por una parte, éste no puede encapsular las obras eliminando sus contextos extraestéticos; por otra, no puede anular la separación aurática del arte, el momento del splendor formae. Es decir: la cancelación de esta distancia paralizaría el afán de la mirada, pero, en el otro extremo, su consideración como algo fijo y esencial, impermeable, aislaría la obra de su contexto y de sus condiciones de producción (el modelo aurático que critica Benjamin). Volvemos de nuevo al conflicto irresoluble entre el studium y el punctum. El primero explica y aclara el contexto de la obra, su realidad histórica; el segundo preserva la densidad incomprensible de la poesía, su real ahistórico.
El modelo contemporáneo de arte no puede zafarse de la dicotomía metafísica que está en su origen, escindido entre la forma y el contenido. Debe, pues, encontrar puntos de vacilación y trazar líneas de intersección y cruce: líneas de fuga, en el sentido de Deleuze. En un extremo, la pura forma lleva al esteticismo, a la “dictadura del significante”, al aristocrático apartamiento del arte. En el otro extremo, los puros contenidos devienen discurso, texto; mero concepto descarnado, divorciado de la imagen. En este caso, el arte se diluye en situaciones extraartísticas.
Ante esta aporía podríamos decir que el modelo de “arte ilustrado” ha concluido, se ha consumado. Pero el creciente número de museos, foros, publicaciones y ferias de arte indican no sólo un interés mercantil, sino la vigencia empecinada de un concepto que debe ser deconstruido. El arte ha perdido sus fundamentos metafísicos. La obra se ha vuelto contingente; debe ganar el título de arte en cada situación: es no sólo obra de sitio específico, sino de tiempo específico, de discurso específico. Esta situación azarosa produce incertidumbre, pero en compensación garantiza la posibilidad de que el arte rompa los lugares definitivos de su puesta en obra y cuestione en cada caso particular lo absoluto de las disyunciones que atormentan su historia (arte/vida, forma/contenido, forma/materia, etc.).
De todos modos, para volver a la primera parte de tu pregunta, es bueno mantener la desconfianza, la alerta al menos, ante la posibilidad de que pueda el arte contemporáneo proponer modelos que no “esencializen” sus oposiciones y permitan la creación de formas intensas y no clausuradas: la emergencia de acontecimientos.
C.C.: La cuestión metafísica es fundamental, sobre todo en un mundo alejado de esos conceptos, pero yo me temo que es necesario un cambio muy grande para la recuperación de esos fundamentos. En términos de Lacan es necesario dar lugar a la falta, que la nada exista, es necesario crear un andamiaje para la nada…
T.E.: La figura lacaniana de la falta puede ser interpretada en el sentido de la necesidad de abrir fisuras disponibles para nuevas imágenes en medio de un paisaje cultural atiborrado de signos; colmado por la irrupción comunicativa, publicitaria e informática. Faltan en esa escena espacios vacantes para la resignificación. Para Lacan, el prototipo de la labor del artista es la de la alfarera, que rodea la nada, que crea un andamiaje para ella, según tus palabras. El arte incuba una “nada” en las cosas, no para socavarlas, sino para que ellas guarden un principio activo de sentido. Para que puedan cautivar la mirada y movilizar nuevas verdades.
C.C.: Llevando nuestra conversación al contexto actual, a esta situación en la que el mercado lo absorbe todo, creo que un gran problema al que se enfrenta el arte es que el espectador busca consumirlo como cualquier otro objeto o como dato movido por la velocidad de la información. Visto un objeto, paso al objeto siguiente. Pareciera que con eso ya está, no hay más.
T.E.: En cada tiempo el arte debe enfrentar condiciones adversas. Ya en el siglo XVIII, Füseli afirmaba que en una estirpe religiosa el arte produce reliquias; en una militar, trofeos; en una comercial, artículos de comercio (4). Es cierto que el arte actual asume, en general, el formato de mercancía; pero también es verdad que, en cada situación, el arte debe abrir espacios de resistencia a una cultura establecida, contraria a la disidencia crítica y poética, opuesta a la figura de arte como acontecimiento. A diferencia del evento, el acontecimiento no termina de ocurrir: supone una temporalidad abierta. Un espacio dispuesto a renovar las preguntas.
La ventaja del arte contemporáneo es que se define por su extemporalidad, su anacronía. Este discute la pretensión moderna de un tiempo lineal, teleológico: el despliegue evolutivo del progreso que conduce a puerto seguro. Lo contemporáneo supone distintos tiempos, diversas medidas de vigencia. Esas contrariedades del arte contemporáneo con su propia actualidad promueven disonancias en el disciplinado devenir global y permiten reconocer modelos alternativos de arte, sensibilidades estéticas que no son modernas (como las indígenas; las populares, en general). Esas anacronías permiten divisar otras verdades.
Por ese lado también hay una salida ante la expansión avasallante del mercado.
C.C.: Me parece interesante que menciones ahora la verdad, porque parte de la concepción de verdad tiene que ver con el ocultamiento, y desde un punto de vista fenomenológico la verdad es inherente al hombre. Algo que muchos artistas, vinculados a una búsqueda existencial, han perseguido a lo largo de su obra…
T.E.: Si aceptamos el concepto heideggeriano de verdad como alétheia, desocultamiento, no podemos dejar de concebir la verdad como obra de revelación: se descubre algo desprendiéndolo de la oscuridad que lo encubría. La verdad es aparición, y como tal, sujeta a la contingencia. No puede tener valor absoluto, pues depende de un momento de ocultamiento que no puede ser totalmente erradicado en cuanto significa el requisito de aparición de otras verdades. Por eso el arte no apunta tanto al objeto consumado como a la cosa, guardiana ésta de un principio de incompletud, capaz de mentar su propia ausencia e incluir su propia sombra. Cada artista busca revelar una verdad del mundo, que no puede operar como verdad absoluta.
C.C.: Volviendo al mundo indígena me gustaría que hablemos de objetos, principalmente de artesanía. En tu conferencia terminaste contándonos sobre el Museo del Barro, que fundaste junto a otras personas en 1980 y existe hasta hoy como un núcleo cultural del Paraguay. En él conviven arte y artesanía, dos conceptos que la historia del arte se ha empeñado en separar, cuando sería muy interesante plantear qué ocurriría si ese “otro” arte, el mayor arte de las culturas indígenas, fuera considerado también como contemporáneo y no como un arte menor.
T.E.: El pensamiento eurocéntrico llama superstición a las creencias de los indígenas, hechicería a su medicina, artesanía a su arte, dialecto a todos sus idiomas, etc. Este desplazamiento de nombres no busca designar lo diferente, sino menoscabar lo tenido por inferior. Ciertamente, la producción indígena no podría ser considerada “arte” en clave moderna porque no cumple los requisitos que la modernidad exige (unicidad de la obra, genialidad, ruptura, separación de funciones, etc.), pero sí debe serlo en clave contemporánea. Si partimos del supuesto de que lo contemporáneo implica configuraciones culturales diferentes, entonces no habría por qué retacear el título de arte a manifestaciones que corresponden a lo que, en sentido amplio, aquel pensamiento considera como tal (operaciones sensibles que movilizan el sentido).
Lo artesanal se refiere al aspecto manual y elemental de la producción de obra. Obviamente hay artesanías que no alcanzan ni la expresividad ni la fuerza formal como para ser consideradas artísticas; pero en el caso del arte occidental ocurre lo mismo: hay pinturas, grabados, fotografías o vídeos que no trascienden los aspectos técnicos de la realización y no alcanzan el nivel que la teoría exige al gran arte.
Pero tanto como defender la existencia de un arte indígena, a mí me interesan también los aportes que este arte ofrece al occidental, embretado ante el colapso de la autonomía de la forma estética y enfrentado, consecuentemente, a la ya nombrada tensión entre forma y contenido. Perdida aquella autonomía, roto el pacto entre la forma y el contenido, el arte contemporáneo se debate entre el desborde de éste (el conceptualismo absolutista) o los excesos de aquélla (la estetización difusa del mercado). Las oscuridades del arte indígena, pero también sus relámpagos, conservan habilitado un lugar para la pregunta más allá de las dicotomías que siguen hendiendo el campo del arte ilustrado. El aura bárbara mantiene la distancia sin cosificarla. Hace de la belleza un instrumento de verdades diversas y permite identificar en ella un indicio fugaz de lo real. Es que la belleza, la estética, constituye una fuerza que cruza en diagonal el ámbito entero de la cultura: no es un fin en sí misma, ni ocupa todo el campo que la involucra. Esto abre la posibilidad a que los museos que integran objetos de arte indígena (vinculados o no con otras configuraciones artísticas) puedan incluir otras miradas, otras fuerzas transversales, aparte de las estéticas: la de la sociología, la historia, la etnografía, etc. Un mismo objeto admite perspectivas disciplinales distintas y simultáneas. El Museo del Barro, mencionado en tu pregunta, entrecruza distintos regímenes artísticos (el ilustrado, el popular, el indígena) y promueve lecturas cruzadas sobre las piezas, pero lo hace preservando la especificidad de lo estético, no sólo para evitar una confusión que terminaría por anular la diferencia, sino para remover los prejuicios etnocéntricos que retacean el nivel artístico de culturas alternativas.
*
Ticio Escobar (Asunción, 1947) es investigador, crítico de arte, ensayista y comisario. Autor de la Ley Nacional de Cultura de Paraguay. Fue ministro de Cultura del Gobierno de Paraguay. Es director del Centro de Artes Visuales/Museo del Barro. Ejerce el comisariado de bienales y exposiciones internacionales. Entre otros libros, ha publicado El mito del arte y el mito del pueblo (1986), La belleza de los otros: arte indígena del Paraguay (1993), La maldición de Nemur (1999), El arte fuera de sí (2004) y La invención de la distancia (2013).
(1) Jean-François Lyotard, El diferendo, Gedisa, Barcelona, 1988, pp. 74-76.
(2) Georges Didi-Huberman, Imágenes pese a todo. Memoria visual del Holocausto, Paidós, Barcelona, 2004. (p?)
(3) Según Deotte, el arte sobrepasa incluso las superficies preparadas para su inscripción: la perturbación del acontecimiento no puede ser plenamente consignada, siempre deja ausencias y residuos insalvables, momentos que no pueden ser develados.
(4) Cit. en José Jiménez. Teoría del arte, Tecnos, Madrid, 2002, p. 191.